MÁS DE UNA. (2013) Silvia Gattino

(Escrito en 2006. Muchas veces releído y guardado. Sale  a luz en Enero 2013)

   MÁS DE UNA 

 

“Me han estremecido un montón de mujeres

Mujeres de fuego, mujeres de nieve

Me estremecieron mujeres

Que la historia anotó entre laureles

Y otras desconocidas, gigantes

Que no hay libro que las aguante.” 

(Silvio Rodríguez. Canción “Mujeres”)

I.

– Si ustedes supieran lo que es el amor, me dejarían seguir. [1]

De esta manera rompía Eloísa la rutina diaria del psiquiátrico que le había visto llegar cinco años atrás, delirando con las tropas de Alejandro Magno que, según ella, habían reclutado entre sus filas a su hombre.

Días antes le había preguntado a un enfermero: – ¿Vos nunca hiciste nada por amor?

Cuando todavía no había aclarado, esa mañana se la vio en un andén envuelta con una sábana de hospital como si fuera una túnica, con su cabellera negra suelta en el viento, gimiendo un erótico murmullo que invocaba la proximidad de su hombre.

Avanzada la mañana de aquel 20 de febrero, Eloísa veía llegar las tropas desde muy lejos, gloriosas, con victoriosos estandartes. Hacían señales de humo, dibujando grises y azules formas que ascendían, tan triunfantes como los soldados, mezclando sus perfiles con los de las nubes plomizas.

Se acercaban.  -¡Ya están aquí! – pensó -¡aquí te espero, amor!- seguía murmurando en el andén.

Eloísa vio acercarse a ella el carro triunfal de Alejandro Magno, y supo que detrás de él, entre sus filas, encontraría al hombre que esperaba.

Tendió la mano cuando lo vio sonreír, mientras con la otra se quitó la túnica, sintiendo su cuerpo dulcemente bañado en sudor, irradiando un ardor que la estremeció, haciéndola enloquecer de pasión y deseo.

Recordó. La enceguecieron imágenes que había olvidado. En su delirio, se mezclaron los recuerdos de aquella mañana de 1960, cuando su padre, ciego de ira, los descubría en ese andén escapándose del pueblo a sus diecinueve años para vivir en libertad, su amor y su sexo plenamente, con Joaquín. Siguió tendiendo las dos manos, ahora completamente desnuda, con la sábana blanca que hacía de túnica, a los pies, sonriendo al hombre que llegaba para ella, triunfante junto a las huestes de Alejandro.

Sus ojos se inundaron, y oyó con nitidez el disparo en el pecho en aquella mañana en el andén, viendo a su joven hombre caer muerto, aunque no en una batalla.

El útero de Eloísa vibraba de dolor. Recordó aquel que hubiera podido  ser su bebé si la hubieran dejado decidir.

– ¡Ya llegaron las tropas! ¡Ya estás aquí otra vez, conmigo!

… Así la encontraron un oficial de policía y el enfermero, cuando ella ovacionaba a los soldados en el andén, esperando retener con sus dos manos extendidas  a Joaquín, que le sonreía…

Eloísa sintió que lo tocaba, que sus dedos lo rozaban, y que él la tomaba de las manos… pero esos no eran sus ojos,  esa voz  no era la de aquellos susurros al oído…

– Si ustedes supieran lo que es el amor, me dejarían seguir.[2]

De esta manera se expresaba Eloísa ante el oficial y el enfermero, quienes le habían tomado de sus manos extendidas hacia su hombre en su delirio, como hacía mucho tiempo atrás.

Soñó más de una vez, dormida y despierta o delirando, que ejercería su libertad cuando Alejandro Magno retornase de su última batalla y Joaquín bajara en su andén, para salvarla.

Siguió una noche. Y a esa, otra, y otra… y otra…En tanto, en la habitación del neuropsiquiátrico retumbaban ardientes pesadillas y fantasiosos sueños en medio de los delirios de Eloísa.

Noche de desvelos.

Con cansancio no disimulado sus pies llevaron a su cuerpo portando, sabrá la vida para qué, confusas emociones a un café de ese suburbio, las veinticuatro horas abierto. Allí entró Eloísa alguna de esas últimas horas y depositó su agotamiento nocturno.

Minutos soñolientos en la floja silla oscura, tanto como el rincón elegido por sus emociones para ese otoño que al fin iniciaba su desahogo silenciado. Pidió un whisky, luego un café negro, fuerte y amargo. Esperó largas horas creyendo que le darían lo que pedía a gritos.

En la mesa donde estaba había quedado la tacita blanca con restos de un café anterior, anónimo… Eloísa perdió su mirada en el fondo de la misma. La entretuvo la borra del café: formas, líneas que se cruzan, líneas que se quiebran, espacios que se abren y se vuelven a cerrar… Se distrajo con la estridencia de un auto viejo y observó sorprendida a la madrugada negociando intensamente con la oscuridad y los vagabundos de la noche para asomar ella, plena y henchida…

Fue precisamente ése el instante en que Eloísa la vió salir entre las últimas sombras de la diagonal, esa que siempre había atrapado su curiosidad reprimida. Supo que venía de allí. El cuerpo de Irene irradiaba calor. Encendía a su paso cuanto farolito adormecido rozaba, aunque sea tan sólo con sus ojos. Cuando la reconoció, su rostro estaba bañado por el llanto. No pudo llamarla. Su llanto no era pena, lástima o pudor. Era dolor…  por ella, al menos. La humedad de sus ojos y su grito contenido hablaron claramente: al verla, vio sus fragmentos ausentes.

El Abasto, esquina muy conocida en la ciudad, alberga intensas y pasionales vidas  con   humeares  violetas y grises  soledades, que después de  un virulento festín nocturno, se esconden temerosas en ese nostálgico suburbio.

Distinguible por sus  lámparas   rojas y   un pequeño farolito, puesto allí donde no incomoda, es el desahogo tácito de ansiedades, pesadillas y fantasías al amparo de un imperceptible guardaespaldas: el faro que vigila, allí erguido frente a ella en la vereda que hace esquina, encendido en alerta desde muy temprano.

Allí trabaja Irene.

Usa sensualmente su cuerpo con marcas impecables de una historia absolutamente personal. Cuerpo  soporte de goces farsantes, que ella negocia según las leyes del mercado. Un trabajo: su cuerpo cumple horarios, atiende numerosa clientela, cuida y busca incrementarla noche a noche. Debe mantener obsesionada y prolijamente ese cuerpo que es piel, músculos y erotismo…para la venta.

Eloísa reconoce a Irene desde la oscura silla de aquel café. Sus más cándidas edades fueron compartidas en aquel pueblo con sus padres y amistades, hasta que ella había conocido a Joaquín.

La vida, sin embargo, las llevaría por diferentes senderos. Ambos igualmente sinuosos, por momentos, siniestros.

Ese cuerpo cuidado como mercancía exhibida, esplendoroso y vital, mostró el motivo sangrante de sus desvelos: Eloísa, sin destino y sin sentido.

Irene se detuvo en la esquina de ese café, pero no por ella. Ni siquiera notó la presencia de Eloísa.

Junto al farolillo aún brillante por la oscuridad de los edificios contiguos, un hombre la esperaba.  Eloísa alcanzó a escuchar su saludo, casi un susurro lleno de ternura masculina, sellado con un cálido y prolongado beso en los labios anchos y rojos de ella, mordidos, chupados, pero nunca besados como en esos roces, entre erotismo y amor. La boca de Irene degustó con placer esa caricia en su lengua. Y en su alma, seguramente… Con un abrazo de apoyo y encuentro, él la hizo girar hacia la callecita que se perdía al doblar la esquina, sosteniendo suavemente su larga y negra cabellera que con alivio, ella apoyó en el hombro seguro de su varón. Parecían felices…

El perro, que hasta entonces dormía junto a los pies de su amo, despertó, los miró y comenzó a gruñir suavemente. Erguido en sus patas delanteras ahora los miraba, lo mismo que Eloísa, en silencio y a la distancia. El respeto y la discreción ante sus amos, llevaron al animal hacia otra esquina, sin ladrar. Lo mismo hizo Eloísa, sin dejar de llorar.

Hacia el otro lado del Abasto, otra vez, el andén.

Se hacía la hora de la cita y Eloísa no quiso llegar tarde. El ruido de la locomotora de un tren que llegaba y el humo gris azulado, le hicieron ver a las tropas de   Alejandro   Magno   arribando  triunfantes una vez más, ¡y la convencieron de que con él estaría Joaquín! Entonces corrió, corrió, corrió… y se lanzó apasionada entre los soldados que veía llegar, antes de esperarlo  quieta  en el andén.

El tren pasó  a  toda  velocidad, sin poder frenar a tiempo…

II.

En la primera plana del diario principal de la ciudad, un titular anunciaba: MUJER DE 46 AÑOS PIERDE LA VIDA ARROLLADA POR UN TREN.

Mientras saboreaba su café con leche esa mañana, Carmen siguió leyendo la historia: “… aparentemente interna del neuropsiquiátrico local, se habría dado a la fuga en horas de la madrugada. Información oficial indicaría que no sería esta la primera vez que la mujer lo habría intentado, con éxito (…)”

-¡Pobre diabla!- murmuró entre sorbo y sorbo de su café. Mientras, siguió revisando otras páginas del diario, sin detenerse en ningún otro titular.

Carmen venía de un largo periplo, plagado de paisajes oníricos. La noche había encendido sus imágenes más negadas,  reprimidas durante años.

Otra vez el misterio de esa doble imagen.¿Hombres? ¿Mujeres?¿Ambos? Un sueño recurrente que le mostraba dos rostros indescifrables, y sexualmente indefinidos. Persiguen su descanso desde hace bastante tiempo, y ella los guarda en secreto.

Carmen vuelve a la noticia del diario. “(…) Según el enfermero a cargo de su cuidado, y de los profesionales encargados de su seguimiento, la mujer estaba internada desde hace cinco años en dicho nosocomio. Sus delirios solían tornarla peligrosa  llevándola aparentemente tras la búsqueda de un amante, desconocido por los investigadores. Se informa además que la  ex  paciente del hospital nunca era visitada  por nadie, a excepción de una persona que decía ser hermanastra, llamada Irene (…)”

La fotografía de la mujer de la noticia impactó a Carmen.  Miró sus ojos sin brillo, sus facciones sin rasgos femeninos, con huellas profundas de dolor en la piel. Su pelo, arruinado por el descuido y el tiempo, conservaba sin embargo un profundo color negro, como la noche que acababa de pasar.

Carmen  comenzó a dudar. ¿De dónde la conocía?

Bajo la ducha caliente disfrutaba Carmen de su baño un rato después. Andrés, su marido, llegaría otra vez  cuando ella y sus hijos estén durmiendo. Las caricias deberán esperar una vez más su oportunidad.

Carmen, sin destino y sin sentido, vio sus fragmentos ausentes entre las gotitas de agua caliente de su baño. Sin embargo  disfrutó del mismo: el ruido del agua, el vapor, el empuje de la ducha sobre su cuerpo empezó a relajarla. Se encontró cantando y luego silbando por lo bajo una canción de los Beatles. La acentuó cuando descubrió que le gustaba como lo hacía.

Sin considerar el tiempo que había pasado, cerró la llave de la ducha y se alejó, encontrando su figura difusa en el espejo cubierto de vapor. Con la palma de la mano en movimiento de vaivén sobre el mismo logró despejarlo, y tuvo que frotar con insistencia sus ojos por no entender lo que veía: la que asomó no fue su imagen. No era ella. Un misterio que la acompañó durante mucho tiempo se reflejó en su espejo mostrándole el rostro de la mujer cuya muerte había leído en la noticia del diario un rato antes.

Se repuso. En el ahogo de sus silencios se vistió y llegó otra vez a la cocina. Los restos del desayuno aún estaban allí, aguardando la tentación de detenerse de nuevo en el diario de la mañana. Carmen se sentó y el fluir de los recuerdos la desconectaron de su sitio por algunos instantes.

Su pensamiento llegó hasta aquella noche en que  el hastío y una rebeldía aún adolescente la llevaron con decisión (la única, la última que reconoció como tal) a tomar el primer tren que la sacara de la ciudad, escapar de Andrés y encontrar una vez más los brazos seguros de aquel amor que, tierra adentro, tal vez la siguiera esperando.

Fue aquella noche. El andén, oscuro, ventoso y solitario, estaba habitado por soldados y tropas triunfantes que emanaban del delirio mental de una mujer. Recordó la túnica blanca de Eloísa y su negro pelo, toda ella encendida en una espera. La escuchó decir: -¡Joaquín está llegando!-,  mirando el vacío del tiempo, con terrible expresión en su rostro. Para Carmen, en ese instante, su decisión de huir se diluía en el miedo. El peligro de parecerse a esa mujer, demente y delirante, la hicieron retroceder.

El día doméstico transcurría, rutinario y lento.

Sus dos hijos varones, después de cenar, despejados de preocupaciones, se fueron a dormir.

Andrés demorará y ella intentará encontrarle un sentido a la habitación que desde hace veinte años comparten. Acostumbrada a convivir con el insomnio, lo seguirá esperando.

No duda que él sí llegará pronto y la acompañará toda  la noche, otra vez.

Noche de desvelos.

Con cansancio no disimulado sus pies la llevaron, sabrá la vida para qué, a un café del Abasto abierto las veinticuatro horas. Allí entró Carmen en alguna de esas últimas horas y depositó su agotamiento nocturno.

Minutos soñolientos en la floja silla oscura, tanto como el rincón elegido por sus emociones para ese otoño que al fin, iniciaba su desahogo silenciado.

Pidió un whisky, luego un café negro, fuerte y amargo. Esperó largas horas…  Después de todo, en muchos años, su decisión de estar aquí aparecía como   su   osadía   más   decidida   y   clara.   Creyó   exorcizarse.   Sentimientos adolescentes despojados de todos los prejuicios de su padre la impulsaban, caóticos.

– ¡Seré yo de una vez por todas! – se dijo a sí misma al salir de su casa.

Mientras esperaba el café negro y caliente que había pedido, observó entrar  a una mujer  de cuerpo escultórico, escasamente vestida con ropas ajustadas y de brillantes colores.

La mujer se sentó frente a ella, y pudo entonces ver las huellas de su introversión  en el rostro, cuello y brazos. Carmen se acercó a esa mujer con su café, y como un volcán, el llanto acallado en la garganta de ambas estalló junto al relato de la recién llegada: en el prostíbulo del Abasto un cliente la había usado para  desplegar y gozar de su sadismo sin límites.

La mujer, conservando los rasgos felinos a pesar de sus dolores, terminó su café y se despidió, perdiéndose otra vez en la noche oscura.

Carmen nunca olvidaría a Irene.

Por la gran ventana y desde afuera, un sol brillante y tibio entre las ramas, en breve mecería distintos movimientos, acompañando sus pasos hacia la inmensidad del sueño abandonado.

Antes de marcharse, alguien le chistó. Carmen se inclinó y miró el fondo del pocillo. ¡Desde allí le chistaban!

En la borra del café que aún quedaba, podía leerse: No temas a tu lado oscuro y hallarás allí el espejo perdido”.

Los meses pasaron como torbellinos iracundos por la mente, el corazón y el espíritu de Carmen, desde entonces. Confusas emociones la perturbaron, más no castigaron su inteligencia.

Eloísa e Irene le habían mostrado su lado oscuro, oculto, reprimido por los miedos y prejuicios contenidos en las palabras tempranas de su padre, y en el consenso moralista de su madre. Ni loca, ni prostituta. ¡Serás la reina del hogar!”

Sintió deseos de retomar la carrera que había abandonado para conformarlos a ambos, y advirtió que empezaba a poner en orden sus ideas. Mas, persistía una pregunta que Andrés le había hecho un tiempo atrás: -¿Qué pasó con vos, Carmen?

La pregunta la había perforado. Un vacío de respuestas la acompañó durante mucho tiempo.

-¡Sí, acepto el cargo!-, le  contestó Carmen una mañana después a su jefe, quien desde el día siguiente sería reemplazado por ella.

De regreso  a  casa,  le   reconfortaba   pensar: “Así es.   Mandar,   dirigir, planificar ¡también son cosas  de mujeres!..”

El tiempo también le fue devolviendo el ardor de su sexualidad, de la que se sintió y creyó despojada hasta esa noche en que se vio envuelta entre sus sábanas atrapada por el rojo erotismo que con su cuerpo y su mirada convidó apasionada a Andrés.

III.

Por la madrugada el tren interrumpió su lamento tácito sobre los rieles cuando se detuvo en el andén.

Se la vio descender entre el humo gris y azulado, con aire triunfante, como si hubiera ganado una gran batalla, en medio de una cantidad de hombres y mujeres somnolientos.

Detrás del último pasajero se puso en marcha la locomotora con un grito ronco y profundo. Clara se hundió en el tiempo y el espacio. En su mente, también ronca y profunda resonaba la voz de su padre: “Si querés irte, andá. Yo no te puedo ayudar”.

Con diecisiete años, había concluido sus estudios secundarios y luego de largas y tediosas confusiones, decidió irse de la casa de su familia, rumbo a la ciudad en la que podría ingresar a la Universidad y hacer lo que deseaba por entonces: estudiar, crear y crecer. Un cúmulo de mandatos familiares quedaron rotos en un baúl. Lugares y voces fuertes desaparecieron como fantasmas por las ventanillas del tren, durante su viaje, cuando poco tiempo antes la confundían con su descalificación y subestima, inspirándole inseguridad y desconfianza, temores a lo que podría sucederle, dudando de que ella pueda…

Ella pudo, y ahora estaba allí, en el andén.

Sentía desconcierto, nunca había viajado a la ciudad. La incertidumbre se detenía solamente en cuanto leía la dirección escrita en su libretita, y el nombre de la mujer que, por intermedio de sus amigos y amigas del interior, la recibiría en su casa para los quehaceres domésticos, pues desde hace un tiempo tiene que dedicarse más a su trabajo. La mujer se llama Carmen Nevares. Clara, aunque temblaba (quizás por el rocío fresco de la madrugada), con decisión buscó la forma de llegar a esa dirección, mirando siempre su libretita.

Los acuerdos entre ellas no fueron difíciles.

La recepción de Clara no fue con aires de familia. Pero ella sintió que no estaba mal así. Solamente así era. Conversaciones previas y recomendaciones de terceros hicieron posible una adaptación rápida a las circunstancias del trabajo y de la ciudad.    Pronto   comenzarían   las   clases   de   los primeros   años  en   la Universidad y Clara se preparaba para ello, con entusiasmo y satisfacción.

Pasaron cinco años desde entonces. Clara estaba llegando al final de la carrera en la Universidad, la misma que la había impulsado hasta el andén aquella madrugada.

Un día, mientras curioseaba  entre los extraños objetos esparcidos  por las habitaciones de la casa de Carmen descubrió una pequeña fotografía con vestigios de haber sido extraída de una nota periodística, ya muy amarillenta. La fotografía era de una joven  mujer muerta sobre las vías del tren. Sin embargo, no había nada terrible en esa imagen, sólo una patética belleza.

Clara tuvo la sensación de estar develando un trágico secreto cuando al darse vuelta vio ingresar a Carmen.

– ¿La conocés?- le preguntó.

– No – murmuró Clara – ¿Acaso la habría visto en alguna oportunidad? ¿Pude haberla conocido?

– No creo- continuó Carmen – Pero si querés, podrás comenzar a hacerlo desde ahora.

Clara tembló de estupor ante esa propuesta, y el desconcierto aumentó por el pasillo, cuando acompañaba a Carmen hasta la cocina. Allí, sentada frente a ella, la joven escuchó relatos que le presentaban a Eloísa y a Irene, desde las historias que Carmen comenzó a narrarle.

Pero, ¿por qué lo estaría haciendo?  Clara no pudo responder la pregunta por muchos años. Sin embargo, esa noche al disponerse a descansar, un pensamiento apareció con nitidez en ella: “algunas veces pienso que hay muchas grandes mujeres detrás de una, y a veces sólo una, y ésta se desliza rápido, y al deslizarse, lo sacude todo… Entonces, en los puntos más brillantes de sí misma se queda quieta y en los puntos muy sombreados se aferra a otras imágenes y las sacude con enojo. Y está todo el tiempo intentando atravesarlas. Pero nadie podría hacerlo con tantas fotografías viejas…” [3]

Cuando Clara hizo conciente que nunca adivinaría desde dónde emanaba hacia ella esa reflexión, inquieta y algo perturbada apagó la luz de su velador.

Cierto verano, Clara decidió retomar sus prácticas de atletismo. Su anatomía mostraba la fuerza latente de sus músculos, conservando las huellas que, con las primeras prácticas escolares y sus ejercicios adolescentes había cultivado. Sin embargo, nunca incorporó ese campo como parte de su proyección en el mundo adulto. Reminiscencias de una generación de mujeres como la de su madre o su abuela, que no hacían deportes, mucho menos a nivel profesional preparándose para la competencia deportiva. ¿Para qué, si creyeron siempre que el cuerpo de las mujeres es más débil que el de los varones y por empezar no les pertenece, sino solo escasamente al momento de parir?

Descubría en esas prácticas un campo de expresión de sí misma, y eso le daba mucho placer. En los umbrales de su vida adulta, Clara empezaba a verse como médica y deportista, e intuía, de un modo no muy consciente, todavía, que de su integración emergería lo nuevo que venía buscando.

Ese verano, Clara recordó las historias que Carmen le contara aquella mañana  en su cocina,  sin  hablar nunca  de  la suya.  Habían  pasado varios años y Clara empezaba a responderse por qué lo habría hecho, entendiendo que solemos recordar u olvidar lo que conviene al inconsciente colectivo, atrapados en selecciones prejuiciosas de narraciones sobre lo que les pasa a las mujeres. Un soplo de entusiasmo revertido y redimido en esos relatos fortaleció sus creencias y convicciones: -¡No aceptaré más límites que los que me imponga mi propio cuerpo!-  dijo. Y se escuchó, viéndose atravesar todas esas imágenes de mujeres mientras hacía su práctica rutinaria en el gimnasio.

Ya en el otoño, de regreso a la ciudad, Clara descendió otra vez más en el andén de la estación, triunfante de sus batallas.

Un hombre la espera, y luego, juntos, se pierden entre la gente cuando la estación vuelve a su vacío expectante.

Sintió una vez más lo que ya le había sucedido: siempre que pasaba por la estación de tren algunas voces la invitan a contar historias, susurrando amores delirantes, sofocantes, violentos, negados y olvidados. Algunas noches, una túnica blanca vuela tras la locomotora, cabalgando hacia una nueva batalla cotidiana.

Otras madrugadas una gata bella, erótica y ardiente merodea la estación gimiendo goces que no encontraron aún su tejado.

Otras, en cambio, observa a la anciana que rodeada de palomas hambrientas, ve pasar todos los trenes y cuenta todas las historias que puede, menos la propia.

Sin embargo, el lugar favorito de Clara, está a pocas cuadras de la estación.

Gira y mira hacia ese lugar.

Desde allí y como si surgiera de la noche de los tiempos, aparece una niña tantas veces vista en sus sueños. Mientras la pequeña la saluda y le sonríe, Clara siente a muchas grandes mujeres detrás de sí, y le estremece advertir que estuvo todo el tiempo intentando atravesarlas. Sabe que a partir de ese instante deja atrás historias extrañas, en las que el amor hizo lo suyo. Historias de locura, de lujuria, de resignación y de fracasos que no le pertenecen, y que jamás serán la suya.

[1] Frase de Ernesto Sábato. Relato aparecido en la obra “Antes del fin”, Pág. 140. Edit. Planeta. Bs. As. La trama del presente cuento, en las páginas 1 y 2, se inspira en datos del relato del autor, página oportunamente citada.

[2] Frase de Ernesto Sábato. Relato aparecido en la obra “Antes del fin”, Pág. 140. Edit. Planeta. Bs. As.

[3] Bram Dijkstra. Del libro “Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo.” Pág 36 (Sin datos editoriales)

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