Inspirado por la música de Astor Piazzolla (“Homenaje”, “Adiós nonino” y otros temas, de 1992)
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La Casona, esquina muy conocida en la ciudad, alberga intensas y pasionales vidas con humeares violetas y grises soledades que después de un virulento festín nocturno, se esconden temerosas en ese nostálgico suburbio.
Distinguible por sus lámparas rojas y un pequeño farolito, puesto allí donde no incomoda, es el desahogo tácito de ansiedades, pesadillas y fantasías al amparo de un imperceptible guardaespaldas: el faro que vigila, allí erguido frente a ella en la vereda que hace esquina, encendido en alerta desde muy temprano.
Allí trabaja Rosario.
Usa sensualmente su cuerpo con marcas impecables de una historia absolutamente personal. “Cuerpo – soporte” de goces farsantes, que ella negocia según las leyes del mercado. Un trabajo: su cuerpo cumple horarios, atiende numerosa clientela, cuida y busca incrementarla noche a noche. Debe mantener obsesionada y prolijamente, ese cuerpo que es piel, músculos y erotismo…para la venta.
Yo conozco a Rosario.
Nuestras más cándidas edades fueron comunes: ni más ni menos que las de 35 alumnas del Bachillerato, símbolo por entonces de enorme reputación para nuestros padres, paladines de aquella añorada clase media leudante como el pan nuestros de cada día.
La vida, sin embargo, nos llevaría por diferentes senderos. Ambos igualmente vulgares.
Noche de mis desvelos.
Con cansancio no disimulado mis pies llevaron el cuerpo que soy portando, sabrá la vida para qué, confusas emociones a un café de ese suburbio, las 24 hs. Abierto. Allí entré alguna de esas últimas horas y deposité mi agotamiento nocturno.
No vivo lejos…
Minutos soñolientos en la floja silla oscura, tanto como el rincón elegido por mis emociones para ese otoño que al fin, iniciaba su desahogo silenciado. Pedí un whisky, luego un café negro, fuerte y amargo.
Me entretuvo la borra del café: formas, líneas que se cruzan, líneas que se quiebran, espacios que se abren y se vuelven a cerrar… Cuando me distrajo la estridencia de un auto viejo observé sorprendida a la madrugada negociando intensamente con la oscuridad y los vagabundos de la noche para asomar ella, plena y henchida…
Fue precisamente ése el instante en que la vi salir entre las últimas sombras de la diagonal, esa que siempre había atrapado mi curiosidad reprimida en el deber ser de una intelectual de clase media. Supe que venía de allí.
El cuerpo de Rosario irradiaba calor. Encendía a su paso cuanto farolito adormecido rozaba, aunque sea tan sólo con sus ojos. Cuando la reconocí, mi rostro estaba bañado de frío llanto. No pude llamarla. Mi llanto no era pena, lástima o pudor. No era dolor… no por ella, al menos.
La humedad de mis ojos y mi grito contenido hablaron claramente: al verla, vi los fragmentos ausentes en mí.
Ese cuerpo cuidado como mercancía exhibida, esplendoroso y vital, mostró el motivo sangrante de mis desvelo: yo, puro intelecto de academia, lógica caminante sin destino y sin sentido. “Mente – soporte” de goces farsantes negociados según las leyes del mercado. Un trabajo: cumplo horarios, atiendo numerosa clientela y me empeño en dejarla convencida y satisfecha. Cobro por ello también.
_ “¡Nada de casualidad!” _ pensé, teniendo su imagen cada paso más cerca de mí _ “una generación forjada sobre ausencias…” . Rosario se detuvo en la esquina de ese café, pero no por mí. Ni me advirtió _ “¡Ausencias que se depositaron en los cuerpos!” _
Junto al farolillo aún brillante por la oscuridad de los edificios contiguos, un hombre con semblante de guapo la esperaba. Aspecto valiente, paciente y amoroso. Recordé recién entonces haberlo cruzado al entrar, sin prestarle atención después.
_ “¿Fue una buena noche?” _ alcancé a escuchar su saludo, casi un susurro lleno de ternura masculina, sellado con un cálido y prolongado beso en los labios anchos y rojos de ella, mordidos, chupados, pero nunca besados como en esos roces, entre erotismo y amor. La boca del Rosario degustó con placer esa caricia en su lengua. Y en su alma, seguramente…
Con un abrazo de apoyo y encuentro, él la hizo girar hacia la callecita que se perdía al doblar la esquina, sosteniendo suavemente su larga y negra cabellera que con alivio, ella apoyó en el hombro seguro de su varón. Parecían felices…
El perro, que hasta entonces dormía junto a los pies de su amo despertó, los miró y comenzó a ronronear. Erguido en sus patas delanteras ahora los miraba, como yo. El respeto y la discreción ante sus amos, llevaron al animal hacia otra esquina, sin ladrar.
Hice lo mismo que él.
Por la gran ventana y desde afuera, un sol brillante y calentito entre las ramas en breve mecería mis movimientos y mis pasos hacia un sueño interrumpido.
Antes de marcharme desde el fondo del pocillo alguien me chistó. Me incliné y miré su interior hasta allí.
La borra del café que aún quedaba, me decía: “No temas a tu lado oscuro y hallarás allí el espejo perdido”.